-Tal y como queda precisado en el título, tu libro se estructura en torno a dos conceptos, «deseo» y «tierra», a partir de los cuales desarrollas un personal itinerario poético y reflexivo. El poema inicial comienza así: «la tierra. un hogar. en ella resido me abro me aplano». Más adelante, describes el deseo como «un campo una cabaña en la que el fuego empieza a crecer». En otro de los textos sostienes que cuando por fin aprendiste el deseo quisiste «escuchar qué dice la tierra». Y el último poema –el titulado precisamente “deseo y la tierra”– puede interpretarse como un combate nada sutil que libras con ambos conceptos, saldándose con una frase rotunda: «ya eres mujer». ¿Qué te impulsó a realizar esta cartografía de la identidad desde la simbología «tierra/hogar» y «deseo/fuego»?
La tierra y el deseo están en tensión constante en el libro. El yo poético se sabe desbordado, aterrado e incluso pasivo ante esta guerra; el deseo y la tierra conquistan terreno, lo dejan, ceden, incendian o inundan, pegan al suelo, marcan y se anulan el uno al otro porque el deseo no puede germinar en la tierra. No es que no lo haga: es que no puede. Dentro de ese tirar que parece eterno pero que nunca se mantiene hay agujeros, alcantarillas en las que no existe lucha, ratos en los que te encierras en tu cuarto y consigues protegerte de ti misma y de los otros. De ti misma; del deseo; de los otros; de la tierra. En esos entre, o sea, fuera de la «tierra/hogar» y del «deseo/fuego», como tú apuntas, aparece un tercer elemento que no termina de constituirse como tal, que linda con el hogar y con el fuego pero que no dialoga con ellos ni hace ruido (por lo tanto, se busca y se teme): el aburrimiento. La inactividad. Un silencio que no existe, que no es: existe lo que no se está haciendo, lo que no se está deseando, lo que no te está haciendo daño, y eso hiere y también obliga a hablar. Porque todo obliga a hablar: hablar es la defensa, lo único que puede hacerse cuando lo tiñes todo pero no controlas nada, cuando el vaho que sale de ti es lo que no te deja tranquila. O lo que hace que no te adaptes para quedarte tranquila.
La tierra es, entonces, el hogar, pero el hogar entendido como suelo, como todo lo que se conoce y sobre lo que se ha crecido. Las voces de la gente. Las normas de la familia. Lo que dicen de ti. Lo que eres, pero sin que en esa definición entre lo que de verdad eres; tú, pero callada y sentada en una silla y vestida de turquesa y no de negro, de tachuelas, de lo que has erigido. Lo que se coloca, en fin, en el plano de lo cotidiano y de lo que debes respetar; todo lo que está fuera y que no es tuyo, pero sí. Y el deseo es eso que descubres o que aprendes, que jamás pensaste que crecería ahí, y que los demás no saben que está: hambre, pero no solo como disconformidad o como necesidad de llenar un hueco o de saciarse, sino como característica que eleva al individuo a un plano embrujado, tembloroso, llenísimo; a un plano que también hiere, pero que hiere de belleza porque la belleza no llega a alcanzarse. Porque nada responde. Nada quita la sed. Es lo que Amélie Nothomb, jugando un poco con Nietzsche, llama superhambre. Querer comer. Aunque estés empachada. Empacharte y ser ese empacho. Querer que te toquen. Pero no la tierra (y la tierra es lo único que existe). De ahí, quizá, el choque: el deseo no se sacia con la tierra y la tierra prohíbe el deseo. Creo que Deseo y la tierra es un libro de choque; el yo poético está sumergido en esa colisión de opuestos y entiende que no hay nada (nada ni nadie ni nunca) que pueda hacer por salvarse. O por protegerse. O por ceder, incluso. Además de «deseo» y «tierra» existen otras parejas: el fuego y el agua (deseo que hiere y deseo que se sacia/mancha), las voces y la música, el miedo y la pereza, Aida y Aidamaría, el amor y la violación e incluso la heterosexualidad y la homosexualidad.
-En uno de tus poemas apelas a la necesidad de «conocer las marcas secretas del cuerpo» como forma de «comprender el cuerpo». Esta idea ahonda en la línea de la vieja locución latina «Mens sana in corpore sano» que a su vez recuperó el filósofo Baruch Spinoza para su defensa de un conocimiento pleno inseparable del cuerpo (y entendido, claro está, desde «nuestra constitución antropológica como especie social», según la pertinente matización de Vicente Hernández Pedrero). Más recientemente, la psicoanalista polaca Alice Miller precisó en uno de sus ensayosque el cuerpo de los individuos «es la fuente de toda la información vital», que el «conflicto entre lo que sentimos y sabemos [...] está almacenado en nuestro cuerpo», que el cuerpo, en definitiva, «sabe de qué carece, no puede olvidar las privaciones», en la medida de que «el agujero está ahí y espera ser llenado». Entre las marcas secretas que tú señalas y los agujeros subrayados por Alice Miller, no debería sorprender que la «Mens sana in corpore sano», es decir, nuestra salvación como individuos singulares, sea, en opinión del propio Spinoza –así lo indica en las líneas finales de su Ética–, un logro «arduo», que «raramente se encuentra» y «tan difícil como raro», como lo es, en definitiva –concluye–, todo lo excelso.
Creo que mi escritura es, sobre todo, corporal. El cuerpo siempre hace ruido, distrae, marca lo que hay que hacer, sucede con la incomodidad, con el dolor, incluso con la sexualidad (en Clavícula, Marta Sanz habla de la consciencia corporal y cuenta que siempre, todos los días y en todo momento, duele algo). No creo que el cuerpo sea un límite («my body is a cage», Arcade Fire), sino un texto. Que leerlo es escritura. Primero, porque esa animalidad de los deseos –si la queremos llamar así– choca o se atraviesa con el deseo construido, aprendido y derivado de la experiencia: y eso soy yo. Y si leo mi deseo, no solo lo que busca para saciarse sino el deseo como tal, como fenómeno, como color, como sensación autosuficiente («no agua para la sed, sino la sed», Piedad Bonnett), comprendo. Segundo, porque el cuerpo es susceptible de ser marcado, de contar cosas de las que nosotras o nosotros posiblemente no querríamos decir nada: tengo cicatrices sobre las que no quiero hablar, pero están ahí, son visibles, enseñan. Tengo en la cabeza la marca de las gafas que llevaba a los doce años. Unas hendiduras en los hombros porque el pecho pesa y los sujetadores hacen daño. Huecos en el entrecejo por el acné. ¿Qué ha significado que yo tenga una mancha de nacimiento en la mano derecha, que me saliera un lunar en la mano izquierda a los quince, que haya considerado durante toda la adolescencia que la mancha era lo que me vino dado y el lunar lo que yo elegí? Imagina colocarte delante de alguien, quitarte la ropa y decir: ahora estúdiame, yo me callo, no te cuento nada, aprende de mí lo que puedas. Eso es, quizá, lo que me interesa de la poesía del cuerpo: cómo el cuerpo es identidad, cómo lo es por el ruido que hace, por la forma que tiene y por los actos a los que obliga y también porque la identidad se refleja a veces en el cuerpo, hiriéndolo. Y de eso no se puede escapar. El cuerpo es el sitio del que nunca podrás escapar. Porque de ti no escapas. El silencio y la conformidad del cuerpo raramente se hallan (o siempre, pero cuando ya no hay). Porque el cuerpo es un conflicto, una necesidad: el agujero. También me parece importante la noción de cuerpo como peligro: la experiencia de las mujeres siempre es conjunta a la experiencia de tener un cuerpo sexualizado. En mi caso, también me interesa el cuerpo desde mi posición de mujer no normativa, o sea: el cuerpo como sobra, carencia, como lo que aprendes que no encaja pero que después haces o no, pero en mi caso sí: encajar.
La tierra es, entonces, el hogar, pero el hogar entendido como suelo, como todo lo que se conoce y sobre lo que se ha crecido. Las voces de la gente. Las normas de la familia. Lo que dicen de ti. Lo que eres, pero sin que en esa definición entre lo que de verdad eres; tú, pero callada y sentada en una silla y vestida de turquesa y no de negro, de tachuelas, de lo que has erigido. Lo que se coloca, en fin, en el plano de lo cotidiano y de lo que debes respetar; todo lo que está fuera y que no es tuyo, pero sí. Y el deseo es eso que descubres o que aprendes, que jamás pensaste que crecería ahí, y que los demás no saben que está: hambre, pero no solo como disconformidad o como necesidad de llenar un hueco o de saciarse, sino como característica que eleva al individuo a un plano embrujado, tembloroso, llenísimo; a un plano que también hiere, pero que hiere de belleza porque la belleza no llega a alcanzarse. Porque nada responde. Nada quita la sed. Es lo que Amélie Nothomb, jugando un poco con Nietzsche, llama superhambre. Querer comer. Aunque estés empachada. Empacharte y ser ese empacho. Querer que te toquen. Pero no la tierra (y la tierra es lo único que existe). De ahí, quizá, el choque: el deseo no se sacia con la tierra y la tierra prohíbe el deseo. Creo que Deseo y la tierra es un libro de choque; el yo poético está sumergido en esa colisión de opuestos y entiende que no hay nada (nada ni nadie ni nunca) que pueda hacer por salvarse. O por protegerse. O por ceder, incluso. Además de «deseo» y «tierra» existen otras parejas: el fuego y el agua (deseo que hiere y deseo que se sacia/mancha), las voces y la música, el miedo y la pereza, Aida y Aidamaría, el amor y la violación e incluso la heterosexualidad y la homosexualidad.
-En uno de tus poemas apelas a la necesidad de «conocer las marcas secretas del cuerpo» como forma de «comprender el cuerpo». Esta idea ahonda en la línea de la vieja locución latina «Mens sana in corpore sano» que a su vez recuperó el filósofo Baruch Spinoza para su defensa de un conocimiento pleno inseparable del cuerpo (y entendido, claro está, desde «nuestra constitución antropológica como especie social», según la pertinente matización de Vicente Hernández Pedrero). Más recientemente, la psicoanalista polaca Alice Miller precisó en uno de sus ensayosque el cuerpo de los individuos «es la fuente de toda la información vital», que el «conflicto entre lo que sentimos y sabemos [...] está almacenado en nuestro cuerpo», que el cuerpo, en definitiva, «sabe de qué carece, no puede olvidar las privaciones», en la medida de que «el agujero está ahí y espera ser llenado». Entre las marcas secretas que tú señalas y los agujeros subrayados por Alice Miller, no debería sorprender que la «Mens sana in corpore sano», es decir, nuestra salvación como individuos singulares, sea, en opinión del propio Spinoza –así lo indica en las líneas finales de su Ética–, un logro «arduo», que «raramente se encuentra» y «tan difícil como raro», como lo es, en definitiva –concluye–, todo lo excelso.
Creo que mi escritura es, sobre todo, corporal. El cuerpo siempre hace ruido, distrae, marca lo que hay que hacer, sucede con la incomodidad, con el dolor, incluso con la sexualidad (en Clavícula, Marta Sanz habla de la consciencia corporal y cuenta que siempre, todos los días y en todo momento, duele algo). No creo que el cuerpo sea un límite («my body is a cage», Arcade Fire), sino un texto. Que leerlo es escritura. Primero, porque esa animalidad de los deseos –si la queremos llamar así– choca o se atraviesa con el deseo construido, aprendido y derivado de la experiencia: y eso soy yo. Y si leo mi deseo, no solo lo que busca para saciarse sino el deseo como tal, como fenómeno, como color, como sensación autosuficiente («no agua para la sed, sino la sed», Piedad Bonnett), comprendo. Segundo, porque el cuerpo es susceptible de ser marcado, de contar cosas de las que nosotras o nosotros posiblemente no querríamos decir nada: tengo cicatrices sobre las que no quiero hablar, pero están ahí, son visibles, enseñan. Tengo en la cabeza la marca de las gafas que llevaba a los doce años. Unas hendiduras en los hombros porque el pecho pesa y los sujetadores hacen daño. Huecos en el entrecejo por el acné. ¿Qué ha significado que yo tenga una mancha de nacimiento en la mano derecha, que me saliera un lunar en la mano izquierda a los quince, que haya considerado durante toda la adolescencia que la mancha era lo que me vino dado y el lunar lo que yo elegí? Imagina colocarte delante de alguien, quitarte la ropa y decir: ahora estúdiame, yo me callo, no te cuento nada, aprende de mí lo que puedas. Eso es, quizá, lo que me interesa de la poesía del cuerpo: cómo el cuerpo es identidad, cómo lo es por el ruido que hace, por la forma que tiene y por los actos a los que obliga y también porque la identidad se refleja a veces en el cuerpo, hiriéndolo. Y de eso no se puede escapar. El cuerpo es el sitio del que nunca podrás escapar. Porque de ti no escapas. El silencio y la conformidad del cuerpo raramente se hallan (o siempre, pero cuando ya no hay). Porque el cuerpo es un conflicto, una necesidad: el agujero. También me parece importante la noción de cuerpo como peligro: la experiencia de las mujeres siempre es conjunta a la experiencia de tener un cuerpo sexualizado. En mi caso, también me interesa el cuerpo desde mi posición de mujer no normativa, o sea: el cuerpo como sobra, carencia, como lo que aprendes que no encaja pero que después haces o no, pero en mi caso sí: encajar.
-Quisiera que comentases el poema “sábado 2005”, una invocación a cuando «aprendes» a desear, a la edad de diez años. Es interesante porque su tono descarnado permite romper el tabú con el que los adultos asumen la sexualidad por debajo de la legalidad, o sea, de la moral (una moral que para Alice Miller siempre se sitúa del lado del adulto y en contra de los menores). En este sentido, otro poema que también puede retumbar en la cueva de la moral del adulto es “sábado 2007”, donde hablas sin pudor de tus primeras borracheras a los doce años…
“sábado 2005” relaciona el deseo con la necesidad de no hacer lo que se debe hacer. Con el impulso espesísimo de huir y con descubrir el consuelo en la exageración: imaginar aniquilarse, no estar, hundirse en el sofá y callarse y estar sola. Es una protesta. Y en esa protesta se aprende a desear, o se aprende el deseo como lo contrario a lo que se debe; como algo que te diferencia del resto de personas, porque entiendes que tienes algo más agudo o más caliente o con muchas más raíces. A los diez años pasé un verano horrible: no quería salir a la calle, me daba miedo, y tenía muchas pesadillas y una sensación fangosa en el estómago. Eso es “sábado 2005”: una sensación fangosa y nueva que vaticinas que puede repetirse muchas veces. Si pienso en mi infancia, ese verano fue un punto de inflexión: empecé a pensar de otra manera. No sé si crecí, pero creo que en mi cabeza comenzó a sonar algo parecido a un verso de Berta García Faet: «padres, amigos, hermanos, profesores: soy un ser de deseo». Durante mi adolescencia me pregunté mucho si a todo el mundo le sucedía lo mismo (de hecho, me lo sigo preguntando). Recuerdo sentir que había un territorio prohibido delante de mí y que podía elegir entrar o no entrar. Y siempre elegí entrar, aunque entrar significara descubrir que solo podía hacerlo a medias, que iba a teñir para siempre (o no, pero para mucho tiempo) ese terreno de culpa y de desplazamiento. De esa tensión, supongo, entre el deseo y la tierra. A día de hoy no sé si ése es el terreno de la sexualidad, de lo retorcido o de la belleza; no tengo ni idea. Sí me parece el terreno desde el que escribo.
En cuanto al tema de la precocidad, no lo sé: quizá en este poema me refiero al deseo como riada que desplaza el eje de algunas personas («las personas como yo», te habría dicho antes; ahora sé que se trata de algunas personas, sin más), y dentro de esa riada entra una conjunción de hambres diferentes que es posible que tengan que ver con la sexualidad, pero que no se fundamentan en la sexualidad como tal. O al menos no en una sexualidad clara y autodeterminante: a los diez, once, doce años, todo lo relativo a la sexualidad es un fósforo que se prende en el estómago. Una sensación como de que va a llover y solo tú lo sabes. Quizá hablamos poco de ello, pero también pienso que quizá no lo comprendemos: contemplamos ese deseo (que se va moldeando a nosotras y nosotros a lo largo de la vida) desde lo adulto, desde lo concreto y formado y explorado y fundamentado; igual todo es más complicado, exploratorio e identitario. No sé. Creo que Las niñas prodigio de Sabina Urraca es un libro muy importante en este sentido.
Y, bueno, es interesante que hables de “sábado 2007”, porque lo cierto es que no he hablado con nadie sobre ese poema. Habla también sobre el desarrollo de la sexualidad, pero aquí sí que se ahonda en la culpa, porque durante esos dos años, quizá, se ha descubierto que eso no es «bueno» (se ha empezado a mirar «desde lo adulto» y se ha simplificado y demonizado); también sobre cómo la identidad empieza a hincharse y a ser algo más, algo que nos aleja de otras personas o que nos hace no entenderlas. Cuando pienso en mis primeras borracheras recuerdo sentirme concretísima, alguien que escogía lo que hacía, que se había convertido en una persona que iba más allá de lo que veían en su casa. Era una sensación bonita. “sábado 2007” habla sobre lo muchísimo que ocupa empezar a descubrir, sobre esa batidora que es la adolescencia, o el principio de ella. Si hay algo, debe estar entre todo eso: entre las canciones que te gustan, la bebida, las amigas, las enemigas, el peligro, el desconcierto, los insultos...
-Tras la representación de esos dos «sábados», inicias un tránsito lingüístico desgarrador por la adolescencia en el que persigues la búsqueda y la aceptación de la identidad en medio de un mundo hostil que aparentemente solo genera apatía, dolor, miedo e inseguridad, los pilares sobre los que, pese a todo, irá creciendo, moldeándose e imponiéndose el deseo. Esa misma adolescencia cainita que dibujasy que tiene el aire de pesadilla desquiciada propia de las primeras películas de Brian De Palma, como Carrie –título en el que la menstruación, al igual que en tu libro, desempeña un gran protagonismo–, te permite, no obstante, el refugio de la música anglosajona, la cual alcanza la categoría de tipi indio desde el que mimas y fortaleces espiritualmente a la identidad, dotándola, al fin, de sentido.
En el libro hay algunas voces que se repiten y que tejen y configuran un discurso que vulnera esa vomitona que es el propio discurso del yo poético: la voz de la madre, de la amiga, de la amante, del violador, de gente con la que hay un cruce... Como si escucharas sin saberlo una grabación en bucle de cosas que te han dicho y que te han marcado, que te han moldeado, que han sido buenas o malas pero que se encuentran en el terreno de lo otro, donde no hay comunicación: del infierno. Por lo tanto, ¿cómo huir? Yo a veces no quiero salir porque el mundo me da un poco de miedo y me agarro a cosas que me hacen sentir que soy una esfera en la que no puede entrar nadie. En Deseo y la tierra hablo de Joy Division, de New Order, de Violent Femmes, de The Smiths (porque estoy obsesionada con The Smiths) y también uso alguna frase de CigarrettesAftersex. Pero podría haber sido cualquier otra cosa: La piel del zorro de Herta Müller, My mad fat diary, Tumblr, Twitter, Lisa Simpson, la pintura de uñas negra o un cartón que tengo en mi habitación sobre el que pinté un montón de gotas de lluvia. Me interesa ese diálogo con lo que creemos nuestro. La necesidad de agarrarnos a cosas para dejar claro que somos eso y no un espacio yermo (no el «desierto que monologa» de VioletteLeduc: qué miedo). Para dejar claro que nuestro ruido no es gratuito, que está cimentado en algo. Por supuesto, tengo claro que la raíz de todas mis referencias pertenece a un yo adolescente, quizá postadolescente, que todavía no he superado. Al menos sé que no he superado su belleza, ni su desgarro, ni su lenguaje. La posición adolescente también es una posición marginal; implica ver el mundo, los constructos, los conceptos, a la gente, como algo que no se comprende, en lo que no se participa, de lo que a veces tienes que cubrirte porque, oye, yo no puedo con tanto ni tengo por qué poder con tanto todavía. La apatía que genera el mundo es lícita. El dolor que genera el mundo es una certeza que me hace ganar a mí. Después, citando a Luna Miguel, «la tristeza ya no es bonita, la vida ya no es injusta». Cuando estás en ese margen adolescente, puedes regodearte; y la música es el instrumento, el fondo, el soporte. «And if I seem a little strange, that's because I am». Mi refugio es una lista de 400 canciones de Spotify. También la foto de PJ Harvey de mi fondo de pantalla.
-En tus poemas persiste el grito nihilista, la rabia del marginado, la crítica a la normatividad y el discurso feminista, pero también mantienen el estilo sucio y transgresor que tuvieron para sus respectivas épocas –las décadas de 1970 y 1980– dos canarios por desgracia malogrados: Félix Francisco Casanova y Eugenio Millet.
“sábado 2005” relaciona el deseo con la necesidad de no hacer lo que se debe hacer. Con el impulso espesísimo de huir y con descubrir el consuelo en la exageración: imaginar aniquilarse, no estar, hundirse en el sofá y callarse y estar sola. Es una protesta. Y en esa protesta se aprende a desear, o se aprende el deseo como lo contrario a lo que se debe; como algo que te diferencia del resto de personas, porque entiendes que tienes algo más agudo o más caliente o con muchas más raíces. A los diez años pasé un verano horrible: no quería salir a la calle, me daba miedo, y tenía muchas pesadillas y una sensación fangosa en el estómago. Eso es “sábado 2005”: una sensación fangosa y nueva que vaticinas que puede repetirse muchas veces. Si pienso en mi infancia, ese verano fue un punto de inflexión: empecé a pensar de otra manera. No sé si crecí, pero creo que en mi cabeza comenzó a sonar algo parecido a un verso de Berta García Faet: «padres, amigos, hermanos, profesores: soy un ser de deseo». Durante mi adolescencia me pregunté mucho si a todo el mundo le sucedía lo mismo (de hecho, me lo sigo preguntando). Recuerdo sentir que había un territorio prohibido delante de mí y que podía elegir entrar o no entrar. Y siempre elegí entrar, aunque entrar significara descubrir que solo podía hacerlo a medias, que iba a teñir para siempre (o no, pero para mucho tiempo) ese terreno de culpa y de desplazamiento. De esa tensión, supongo, entre el deseo y la tierra. A día de hoy no sé si ése es el terreno de la sexualidad, de lo retorcido o de la belleza; no tengo ni idea. Sí me parece el terreno desde el que escribo.
En cuanto al tema de la precocidad, no lo sé: quizá en este poema me refiero al deseo como riada que desplaza el eje de algunas personas («las personas como yo», te habría dicho antes; ahora sé que se trata de algunas personas, sin más), y dentro de esa riada entra una conjunción de hambres diferentes que es posible que tengan que ver con la sexualidad, pero que no se fundamentan en la sexualidad como tal. O al menos no en una sexualidad clara y autodeterminante: a los diez, once, doce años, todo lo relativo a la sexualidad es un fósforo que se prende en el estómago. Una sensación como de que va a llover y solo tú lo sabes. Quizá hablamos poco de ello, pero también pienso que quizá no lo comprendemos: contemplamos ese deseo (que se va moldeando a nosotras y nosotros a lo largo de la vida) desde lo adulto, desde lo concreto y formado y explorado y fundamentado; igual todo es más complicado, exploratorio e identitario. No sé. Creo que Las niñas prodigio de Sabina Urraca es un libro muy importante en este sentido.
Y, bueno, es interesante que hables de “sábado 2007”, porque lo cierto es que no he hablado con nadie sobre ese poema. Habla también sobre el desarrollo de la sexualidad, pero aquí sí que se ahonda en la culpa, porque durante esos dos años, quizá, se ha descubierto que eso no es «bueno» (se ha empezado a mirar «desde lo adulto» y se ha simplificado y demonizado); también sobre cómo la identidad empieza a hincharse y a ser algo más, algo que nos aleja de otras personas o que nos hace no entenderlas. Cuando pienso en mis primeras borracheras recuerdo sentirme concretísima, alguien que escogía lo que hacía, que se había convertido en una persona que iba más allá de lo que veían en su casa. Era una sensación bonita. “sábado 2007” habla sobre lo muchísimo que ocupa empezar a descubrir, sobre esa batidora que es la adolescencia, o el principio de ella. Si hay algo, debe estar entre todo eso: entre las canciones que te gustan, la bebida, las amigas, las enemigas, el peligro, el desconcierto, los insultos...
-Tras la representación de esos dos «sábados», inicias un tránsito lingüístico desgarrador por la adolescencia en el que persigues la búsqueda y la aceptación de la identidad en medio de un mundo hostil que aparentemente solo genera apatía, dolor, miedo e inseguridad, los pilares sobre los que, pese a todo, irá creciendo, moldeándose e imponiéndose el deseo. Esa misma adolescencia cainita que dibujasy que tiene el aire de pesadilla desquiciada propia de las primeras películas de Brian De Palma, como Carrie –título en el que la menstruación, al igual que en tu libro, desempeña un gran protagonismo–, te permite, no obstante, el refugio de la música anglosajona, la cual alcanza la categoría de tipi indio desde el que mimas y fortaleces espiritualmente a la identidad, dotándola, al fin, de sentido.
En el libro hay algunas voces que se repiten y que tejen y configuran un discurso que vulnera esa vomitona que es el propio discurso del yo poético: la voz de la madre, de la amiga, de la amante, del violador, de gente con la que hay un cruce... Como si escucharas sin saberlo una grabación en bucle de cosas que te han dicho y que te han marcado, que te han moldeado, que han sido buenas o malas pero que se encuentran en el terreno de lo otro, donde no hay comunicación: del infierno. Por lo tanto, ¿cómo huir? Yo a veces no quiero salir porque el mundo me da un poco de miedo y me agarro a cosas que me hacen sentir que soy una esfera en la que no puede entrar nadie. En Deseo y la tierra hablo de Joy Division, de New Order, de Violent Femmes, de The Smiths (porque estoy obsesionada con The Smiths) y también uso alguna frase de CigarrettesAftersex. Pero podría haber sido cualquier otra cosa: La piel del zorro de Herta Müller, My mad fat diary, Tumblr, Twitter, Lisa Simpson, la pintura de uñas negra o un cartón que tengo en mi habitación sobre el que pinté un montón de gotas de lluvia. Me interesa ese diálogo con lo que creemos nuestro. La necesidad de agarrarnos a cosas para dejar claro que somos eso y no un espacio yermo (no el «desierto que monologa» de VioletteLeduc: qué miedo). Para dejar claro que nuestro ruido no es gratuito, que está cimentado en algo. Por supuesto, tengo claro que la raíz de todas mis referencias pertenece a un yo adolescente, quizá postadolescente, que todavía no he superado. Al menos sé que no he superado su belleza, ni su desgarro, ni su lenguaje. La posición adolescente también es una posición marginal; implica ver el mundo, los constructos, los conceptos, a la gente, como algo que no se comprende, en lo que no se participa, de lo que a veces tienes que cubrirte porque, oye, yo no puedo con tanto ni tengo por qué poder con tanto todavía. La apatía que genera el mundo es lícita. El dolor que genera el mundo es una certeza que me hace ganar a mí. Después, citando a Luna Miguel, «la tristeza ya no es bonita, la vida ya no es injusta». Cuando estás en ese margen adolescente, puedes regodearte; y la música es el instrumento, el fondo, el soporte. «And if I seem a little strange, that's because I am». Mi refugio es una lista de 400 canciones de Spotify. También la foto de PJ Harvey de mi fondo de pantalla.
-En tus poemas persiste el grito nihilista, la rabia del marginado, la crítica a la normatividad y el discurso feminista, pero también mantienen el estilo sucio y transgresor que tuvieron para sus respectivas épocas –las décadas de 1970 y 1980– dos canarios por desgracia malogrados: Félix Francisco Casanova y Eugenio Millet.
Me interesa esa noción de lo sucio (además, estoy un poco obsesionada con Félix Francisco Casanova casi desde que empecé a vivir en La Laguna). Creo mucho más en la suciedad que en la limpieza. No sé cuándo me di cuenta de que escribo desde lo sucio, pero sí que tengo en cuenta esa posición e intento comprenderla; creo, y no sé si sucede por lo que nombras (el grito nihilista, la rabia del marginado, la crítica a la normatividad y el discurso feminista), que siempre me he sentido sucia. Quizá escribir para mí es un intento de decir: eh, oye, sí, mírame, ganas, estoy sucia y te lo voy a enseñar todo porque la suciedad es belleza. No es algo deliberado, creo que es mi voz, sin más, y que seré sucia escribiendo y también pensando y leyendo y estando. Es posible que «la rabia del marginado» y la «normatividad» me lleven a disfrutar mucho de jugar con el estilo. O sea: siempre tuve claro que yo no quería hacer las cosas como los otros, que tenía referencias férreas pero que yo, sujeto que no está en sino en otro lado, tenía que buscar. Que para decir otras cosas debía hablar diferente, o diseccionar mi habla y aprenderla. Esto me hace pensar en esa «relación privilegiada con la voz» de la escritura femenina de la que habla Hélène Cixous. Por supuesto, el discurso feminista me parece importantísimo dentro de la poesía: creo en la escritura como discurso que brota de una posición, de un lugar, y las mujeres ocupamos un lugar que ha sido guardado en la otredad y que se presenta como extraño. Y no es extraño. Quiero hablar de mi cuerpo y de mi miedo y de lo que me han hecho por ser lo que soy. A partir de ahí, todo: decir mucho, poder decirlo todo y, entretanto, quemarse. O dicho en palabras de Chantal Maillard: «Crecer es invadir». Y si crecer es invadir, habrá que inventar cómo. Cómo nosotras, nosotros: exactamente esto que somos, sea lo que sea. Creo que la conexión entre todo eso que nombras es el odio a la tierra. Tal vez un odio estéril, pero odio.
-Por último, ¿qué le dirías a los lectores para que se aproximen a las páginas de Deseo y la tierra?
Que escuchen Hyperballad de Björk y Unloveable de The Smiths.
Por Benito Romero
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