El pasado 31 de marzo se cumplieron cien años del nacimiento de Octavio Paz en Mixcoac (ciudad de México). El sentimiento de orfandad que muchos sentimos tras su desaparición ha cedido al reconocimiento casi unánime de un poderoso magisterio intelectual cuya influencia se ha dejado sentir no sólo en el terreno literario en ambas orillas del Atlántico —con distinta intensidad, claro está—, sino también en los más variados ámbitos de la cultura.
En la vasta y diversa obra de Paz hay una serie de libros que siguen contribuyendo a ese magisterio con un poder de seducción que no ha decaído con el paso del tiempo. Del conjunto de esa obra me gustaría destacar hoy dos de ellos: El arco y la lira (1956) y Los hijos del limo (1972). No son los únicos, pero sí los que a mi juicio continúan ocupando un lugar central en la historia del ensayo literario del siglo XX, tanto por el alcance de su ambición como por la profundidad y pasión de su indagación crítica: si el primero busca responder a la pregunta por el decir poético, el segundo pretende contestar a la pregunta por el texto de la poesía moderna.
En la vasta y diversa obra de Paz hay una serie de libros que siguen contribuyendo a ese magisterio con un poder de seducción que no ha decaído con el paso del tiempo. Del conjunto de esa obra me gustaría destacar hoy dos de ellos: El arco y la lira (1956) y Los hijos del limo (1972). No son los únicos, pero sí los que a mi juicio continúan ocupando un lugar central en la historia del ensayo literario del siglo XX, tanto por el alcance de su ambición como por la profundidad y pasión de su indagación crítica: si el primero busca responder a la pregunta por el decir poético, el segundo pretende contestar a la pregunta por el texto de la poesía moderna.
Cubierta de la edición de 1956 |
En la poética paciana, analogía e ironía son los dos polos de cuyo arco voltaico brota la experiencia poética, los dos bornes que elevan y sumen al poeta en la visión del todo o en la visión de una nada que duele. Si la primera hace habitable el mundo y supone la visión del universo «como un sistema de correspondencias y la visión del lenguaje como el doble del universo», la segunda es el «agujero en el tejido de las analogías», la conciencia de la soledad, el tiempo y la muerte. Ambos polos encarnan en una «poesía de comunión» y en una «poesía de soledad», representadas en las figuras de Quevedo y Juan de la Cruz, según el ensayo homónimo de 1942 —incluido en Las peras del olmo (1957)— al que Paz concedía un lugar privilegiado en su evolución intelectual.
Al mismo tiempo, la historia de la poesía moderna ha sido, para el autor de Libertad bajo palabra, la crónica de un desgarro: entre la tentación revolucionaria y la tentación religiosa ha vivido el poeta de los dos últimos siglos. El entusiasmo y la decepción de los románticos por la revolución francesa es la misma que sintieron muchos escritores del veinte —Paz entre ellos— por la revolución comunista; la religiosidad de Novalis o Rimbaud no es distinta de la de Pessoa o la de Juan Ramón Jiménez. «La poesía romántica es revolucionaria no con, sino frente a las revoluciones del siglo; y su religiosidad es una transgresión de las religiones.»
La poesía es, en definitiva, «la otra voz», la que habla frente a la modernidad, a pesar de caminar con ella, y dice siempre otra cosa. En los capítulos del Arco y la lira titulados «La imagen», «La otra orilla», «La revelación poética» y «Los signos en rotación», cuatro de los pasajes más importantes de su obra ensayística, Paz recorre ese camino frente a la modernidad, de la mano de Heidegger y Rudolf Otto, para afirmar: la poesía «nos abre a la posibilidad de ser que entraña todo nacer; recrea al hombre y lo hace asumir su condición verdadera, que no es la disyuntiva: vida o muerte, sino una totalidad: vida y muerte en un solo instante de incandescencia.»
Octavio Paz, en una foto de juventud |
El arco histórico en el que se inserta la vida de Octavio Paz —cuya obra contribuye en parte a modelar— es el que describen las Vanguardias históricas y las neovanguardias posteriores a la segunda Guerra Mundial, un periodo de movimientos sociales en el que la fe en el hombre y en la posibilidad de cambiar el mundo aún no habían cedido a la indiferencia y la indefinición postmodernas. A pesar de que vio cómo las sociedades avanzaban durante las décadas de 1980 y 1990, sobre todo tras el derrumbe de comunismo soviético, hacia el materialismo consumista, la progresiva tecnificación del conocimiento y la desaparición de las ideologías, el mundo en el se forjó la visión paciana de la realidad es otro. Me pregunto qué habría pensado Paz hoy, si hubiera visto cómo las esperanzas de reformar las sociedades capitalistas liberales eran defraudadas por la versión salvaje del capitalismo que devora ahora mismo una parte de Europa y la sumerge en una nueva ola de pesimismo.
Estoy convencido de que su obra será un referente cultural en los tiempos venideros. Ya lo es para muchos intelectuales que creen posible recobrar «el sentido de nuestras propias raíces modernas», para decirlo con palabras de Marshall Berman (Todo lo sólido se desvanece en el aire). Y lo será sin duda para ese «poeta futuro» que aguarda la mano que lo despierte. La verdadera religión de Paz, como ha sugerido Enrique Krause recientemente, fue el amor y la poesía. La fe en el hombre añadiría yo. Y esa fe le llevó a hablar y a escribir con una profundidad y una pasión apenas igualadas en el contexto de la lengua española. La misma que escribió este «Epitafio sobre ninguna piedra»:
un antifaz de sombra sobre un rostro solar.
Vino Nuestra Señora, la Tolvanera Madre.
Vino y se la comió. Yo andaba por el mundo.
Mi casa fueron mis palabras, mi tumba el aire.
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