-Tribuna para el desconcierto se divide en tres secciones: la que da título al libro, «El aplauso de las piedras» y «Casa de piedra». Centrémonos en la primera, la cual se abre con una “Introito” que empieza con los siguientes versos: «Desde esta tribuna / secreta y sombría / miro sin las vendas / veo desconcierto». Hace años, el filósofo Javier Muguerza declaró no profesar «otro sistema filosófico que el sistema de la perplejidad». Usted parece que ensaya una exploración hacia el mundo semejante a la perplejidad señalada por Muguerza, extensible, sin ninguna duda, a la mirada del filósofo como tal –o de la mera persona con inquietudes– y no únicamente a los fosilizados sistemas filosóficos a los que se refiere el bueno de don Javier. ¿Está de acuerdo con esta idea?
Rosa María Ramos Chinea |
Abrir los ojos al mundo es un acto milagroso. El solo hecho de aparecer, de pronto, en el espacio azaroso que nos toca ocupar ya implica desconcierto. Pasan los años y todo está preestablecido para que el ser humano ocupe la mayor parte de su tiempo en tratar de satisfacer las exigencias de su cuerpo. De este modo, la mayoría de la gente va creciendo sin formularse las preguntas primordiales sobre la existencia.
Pertenezco al grupo de quienes, a muy temprana edad, comenzamos a hacernos preguntas sobre el significado de la palabra nacer: ¿por qué nací?; ¿hacia dónde me dirijo o me dirigen? (siempre intuí que hilos invisibles nos conducen como meros títeres hacia no sabemos dónde); ¿qué nos espera después de la muerte? –si es que algo nos espera–. En ese estado de inquietud he vivido, tratando de despertar cada día con un propósito más allá de acudir al trabajo y cumplir con los roles que el mundo alrededor espera de mí. En este orden de ideas solo puedo decir que el sistema que profeso –si ha de llamarse sistema– es el de la búsqueda incansable de respuestas a preguntas imposibles. Es por eso que la poesía es el refugio que me ampara, la tribuna sobre la que coloco mi observación para tratar de explicarme a mí misma, como ser mortal y diminuto ante la inmensidad del universo. La poesía me ayuda a ordenar todo aquello ante lo que enmudezco; ella da sentido a la mayor parte de lo que observo y siento.
De «mi tiempo en tierra» solo quedará la insistencia de darle vueltas a las palabras, colocarlas y recolocarlas para gestar algún significado –¿inútil, quizás?– que dé sentido a la vida que aún late en mí. Solo queda, entonces, esperar, aguardar a que el poema comience a alcanzar los sentidos en un cuerpo al que le pido a gritos que olvide, que se alivie de heridas, que ya no pruebe rabias ni placeres. Armando Rojas Guardia, poeta a quien sostengo en la copa de mis más preciadas lecturas, escribe: «Espero al poema adviniéndome, / pulsándome desde el vacío mental, / demorándose bajo la red de mis nervios / inmóviles como la página blanca / que me arde en los labios». Así espero el poema: único puente que me conduce desde la duda perenne al alivio de mis días.
-Tomando como base ese desconcierto despojado de florituras (y que le lleva a optar «terca / por la persistencia del vuelo»), decide darle la espalda a la barbarie económica que nos sacude y entregarse al encuentro con la Naturaleza, al paisaje que se explica a sí mismo, buscando una especie de alétheia desde un elegante impulso emocional, al modo que lo hicieron gente como Emerson, Thoreau, Whitman e incluso Heidegger. ¿Qué tiene que decir al respecto?
La humanidad en general permanece dormida, asaltada por las exigencias de la cotidianidad. ¿En qué momento del día nos detenemos a pensar que el sol está allí, cumpliendo con su labor de luz y calor? ¿Cuántas veces respiramos frente a la playa y tratamos de entrar en comunión con esa parte nuestra que pertenece a la totalidad del universo? Emerson consideraba que la naturaleza poseía los secretos del espíritu. Creía, además, en la necesidad de entrar en contacto directo con ella y aproximarnos así a la totalidad de la que somos parte. Desafortunadamente, entendemos el mundo en fragmentos y no como esa unidad que nos hace parte de todo lo que existe.
Nací en una ciudad agitada por las dificultades, no conozco un tiempo que no haya estado marcado por los conflictos políticos, las crisis económicas y las amenazas de guerra. Si colocamos nuestra mirada en estos asuntos, nuestro tiempo se diluye en la violenta vorágine que nos conduce al miedo, a la enfermedad y a la locura. ¿Qué hacer, entonces? El filósofo venezolano J. R. Guillént Pérez fue mi profesor cuando apenas contaba con la perplejidad de mis dieciocho años. De él aprendí que a la razón hay que darle el uso limitado que posee. La razón nos sirve para aprobar exámenes, cumplir con las exigencias de nuestros trabajos, conseguir los recursos para la inmediatez de nuestras necesidades. Pero existe esa otra forma de abordar la vida: sentirnos parte integral de todo aquello que late en la naturaleza. ¿Cómo? Pues en el silencio que nos brinda la meditación o en la observación del sonido que emana del mar, del viento, de esas fuerzas naturales incontrolables ante las cuales tantas veces hemos de sucumbir.
En general considero que acercarnos al ritmo de la naturaleza puede contribuir a aproximarnos a esa verdad que nos empeñamos en encontrar en un mundo donde lo falso prevalece. La luz no miente, solo se manifiesta. Nosotros hemos aprendido a mentir porque se nos miente. Me inclino por buscar una trascendencia que me aleje de los miedos a la escasez o a las pérdidas materiales. Pero entiendo que el día a día nos envuelve con su ilusionismo sistémico. Procuro buscar vías para una evolución personal que nos alivie de las sectas políticas y religiosas. Un mirar personal y único, que se vaya construyendo a partir de nuestro modo de estar en el mundo, nutriéndonos de las verdades que podamos identificar como positivas para la continuidad de nuestro paso por la Tierra. Vivir como el poeta Eleazar León nos sugiere en su poema Naufragio en las Colinas: «Contempla el ascenso de las colinas / y entrégate a esa fuerza…»; «Más allá / de tu mar y tu sueño nada habrá que no sea / precioso, así naufragues».
-Esa toma de contacto con la coherencia que le brinda el paisaje, y que elabora mediante un sensitivo lenguaje poético, sirve de nexo, a su vez, para el reencuentro de su yo interior, un yo genuinamente desarraigado (tal y como describe en el poema “Ninguna morada me acoge”) y que, a lo largo de esta primera parte, irá experimentando diferentes transformaciones –o formas de desconcierto– que le permiten acariciar la reconciliación. ¿Le costó adentrarse en ese viaje emocional?
El viaje emocional está lleno de escollos. Pasamos el tiempo tratando de encontrar eso que creemos necesitar. Y puede que la vida, indefectiblemente, y con total indiferencia, nos vaya negando casi todo eso que creemos requerir para ser felices y estar en paz. A veces, migramos huyendo de lo que duele para avanzar, sin saberlo, hacia aquello que duele más. El exilio continúa dentro y fuera del ser. Y entonces reconocemos que la única morada posible está dentro de nosotros mismos, en ese silencio que podría conducirnos a un estado de paz. Este viaje hacia la simple aceptación de lo que se es, puede llevarnos toda una vida. Nos movemos de un lado a otro buscando arribar a algún lugar que sea el paraíso prometido del que tarde o temprano nos sentiremos expulsados. Como hija de inmigrantes, el exilio parece ser mi sino. Y quien deja su espacio y viaja hacia lo desconocido, solo se acompaña de soledad. Así vivimos, buscando la identidad perdida, caminando por «laberintos conducentes / a ningún amor / ninguna verdad».
-En la segunda sección del libro, «El aplauso de las piedras», se agudiza la sensibilidad, lo que le lleva a incrementar la búsqueda de la alétheia. Aquí el elemento trascendente empieza a cobrar fuerza como una respuesta sólida a las dudas que han ido surgiendo por el camino. Asimismo, la playa se revela como el templo propicio para una posible experiencia espiritual, como el espacio puro no contaminado por las imposiciones del mercado, lo que le permite a la feminidad robustecerse y alcanzar su compromiso ético...
No hay compromiso ni libertad posible. Todo cambia, todo se transforma y lo que hoy nos hace sentirnos comprometidas con una forma de pensamiento o comportamiento, mañana podría parecer simplemente imposible. Pero es cierto que buscamos la «posible experiencia espiritual» que mencionas para reafirmar nuestro lugar en el universo. El poder de lo femenino ha estado casi siempre amenazado, reprimido, amordazado. Las piedras, entonces, se introducen en el poema para dar fe de la posibilidad de moverse sin oponer resistencia, sin orden y sin órdenes. Tratamos de escuchar sus mensajes, imaginamos un discurso, un consejo, y es así como les ponemos voz, las contemplamos en el esplendor de sus diversos colores, les adjudicamos una vida que las acerque a nuestro propósito de encontrar nuestra propia verdad. Las miramos desprenderse de la tierra que les da cobijo y rodar inmensas y terribles desde las montañas. Eso les añade poderes, poderes que quisiéramos poseer o que creemos recordar de alguna vida remota en la que ser mujer era ser diosa.
-La última sección, «Casa de piedra», es un diálogo que mantiene con la obra del excéntrico pintor venezolano Armando Reverón (1889-1954). Su figura le sirve para situar el foco sobre la locura, imagen que se encontraba presente de forma significativa en la primera parte del libro, donde ya nos advirtió: «¿Qué visionario no pierde la razón / antes o después de su certero mirar?» Quisiera que nos explicase qué le atrajo de la relación entre la locura y el creador y, más concretamente, de la personalidad del citado Reverón.
La posibilidad de enloquecer es algo que puede llegar a atormentarnos. Desde mis años adolescentes me obsesionaba la idea de perder el hilo que nos ata tan frágilmente a la realidad. Algunos acontecimientos arraigaron en mí esa obsesión. El suicidio, a los veinte años, de mi prima Opelia (cuyo nombre, por pura casualidad, nos remite a la Ophelia de Hamlet), la pérdida de la razón de algunos amigos que abusaron de los estupefacientes, la constante evocación en la vida familiar de aquella tía abuela que enloqueció en su juventud... Más adelante, a través de la lectura de Antonine Artaud o Sylvia Plath, comencé a pensar en la locura como el resultado de mentes potentes incapaces de adaptarse al mundo tal y como lo conocemos. En mi propia vida surgieron episodios de miedo delirante que generaron ataques de pánico difíciles de soportar sin los ansiolíticos. Debo decir que a día de hoy la mayoría de los síntomas que tanto me atormentaban han desaparecido. He encontrado esa paz que mi psicoanalista me vaticinó hace ya años: «La paz tarda, Rosa, pero llega». Y tenía razón el Dr. Batista: algo muy parecido a la paz me acompaña; al menos dispongo de herramientas que me permiten, de manera natural, ahuyentar los miedos.
Es cierto que la locura puede estar asociada a la genialidad, o la genialidad a la locura, quizás porque solo la locura hace que el genio escape, sin remordimiento alguno, de lo que convencionalmente se espera de él o ella y se disponga así a explorar universos invisibles para el ser humano común y corriente. Armando Reverón es un ejemplo de genialidad que se diluyó en la locura. En los años noventa, yo vivía muy cerca de su Castillete, aquel lugar que Reverón había construido como templo para su arte y su delirio. Conocido como el pintor de la luz, Reverón se refugió en el mundo que fue construyendo para sí mismo en el litoral. Encontró su camino precisamente en la luz que supo filtrar en sus lienzos. Recuerdo que algunos domingos me acercaba al Castillete y me imaginaba al pintor bailando su delirio frente al caballete. Sus cuadros y sus muñecas sirvieron de inspiración para los poemas que se reúnen en la tercera parte de Tribuna para el Desconcierto. «Casa de piedra» quiere contar la pasión que agitaba los días del pintor en la casa que había construido. Por supuesto, no he sido la única que ha sentido el llamado del pintor, una verdadera iluminación para quienes hemos seguido la pista de su innegable talento y de su increíble historia: sin ir más lejos recuerdo el libro Reverón, 25 poemas (1997), del poeta Rafael Arráiz Lucca, así como la película biográfica Reverón (2011), del cineasta Diego Rísquez.
-De la visión simbólica propia del loco creador, usted subraya el papel decisivo del silencio: «Las mujeres cuando sueñan / heredan el silencio»; «Su intención fue silencio / mesura / cordura propicia»; «Cuánto silencio se ve / después del horizonte». Y alrededor de ese silencio, aparece, de nuevo, la costa, con su luz y su oleaje indómito, afianzándose, así, como el escenario propicio para la revelación...
Vivir frente al mar es una experiencia de silencio. Y tuve la suerte de estar allí cada mañana, presenciando desde mi ventana un pedacito del mar Caribe. Aquel era mi refugio cada tarde al regresar de mi trabajo en la ciudad de Caracas, mi ciudad natal. Ciudad del ruido. Las bocinas de los coches. El estruendo de las balas. Los gritos de la gente. La música estridente. Llegar allí, a la que fue mi casa, era un encuentro con la tranquilidad y el sosiego. Y sí, efectivamente, ese silencio también lo sentía en mis visitas al Castillete. Allí, réplicas de las inmensas muñecas de trapo creadas por Reverón me hacían imaginar el diálogo del pintor con esas mujeres de labios rubí, mientras las olas sonaban tan cerca y la luz penetraba purísima desde la playa hasta sus lienzos.
-No quisiera dejar pasar por alto su condición de autora venezolana residente en España para preguntarle cómo percibe la relación de la poesía española escrita a ambos lados del Atlántico. En opinión de Andrés Sánchez Robayna, «las aportaciones más renovadoras al cuerpo de la poesía hispánica de la segunda mitad del siglo XX [han] venido casi siempre de Hispanoamérica». Sin embargo, añadía Sánchez Robayna que «la poesía contemporánea de lengua española se desconoce a sí misma y sólo tiene de su realidad una imagen muy pobre y limitada». Esto lo escribió en 2003. ¿Piensa que hoy en día nos hemos aproximado a la «unidad literaria hispánica» que reclamaba Alejandro Krawietz o que, pese al auge de las nuevas tecnologías, seguimos anclados en los chovinismos, los patrioterismos y los nacionalismos que persisten machaconamente en los empobrecimientos y las limitaciones que señaló Sánchez Robayna?
Fue precisamente en la segunda mitad del siglo XX cuando, por una gran suerte del destino, conocí de cerca a varios de los y las poetas de Venezuela, cuyos versos, en aquel tiempo, ardían en originalidad y belleza. El rumor de la bohemia de los bares parisinos de la primera mitad del siglo nos impregnaba con su aroma. La gente se reunía a hablar de poesía. Se leían los textos inéditos en voz alta. Aquellos poetas conocían la tradición literaria hispánica, pero saltaban sobre ella como duendes del delirio. Allí vibraban, entre otros, Vicente Gerbasi, Eugenio Montejo, Ludovico Silva y Eleazar León. En la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela se hablaba de Shakespeare y mujeres increíbles como Yolanda Pantin, Hanni Ossott o María Fernanda Palacios dictaban sus cátedras y desprendían ese halo de misterio y fuerza. Creo que sí había una identidad literaria en la época. Cada poeta con su voz singular: Rafael Cadenas, Ramón Querales, Ramón Palomares, Elizabeth Schön, Ida Gramcko. Y más tarde poetas increíbles como Lourdes Sifontes Greco que encandilaba con su juventud y voz absolutamente original. Con respecto al poema-manifiesto que funciona como instrumento de queja o denuncia, pienso que siempre ha existido ese fervor de usar la palabra para el reclamo y la reivindicación, olvidando que la poesía que se sostiene en el tiempo, la que nos mantiene alerta y temblando, es aquella que usa el lenguaje para encontrar belleza en todos los ámbitos, incluida la oscuridad, la pobreza, la injusticia, la guerra, el dolor.
No creo que deba existir una unificación de la poesía hispánica. Cada poeta es un mundo. Lo importante es que se conozca lo que ocurre a nivel literario en cada lugar donde el idioma español existe y se transforma. Y que se conozca y valore la buena poesía escrita en nuestro idioma venga de donde venga. En los últimos años hemos observado cómo poetas latinoamericanos han alcanzado merecido reconocimiento y difusión a través de premios literarios gestados en España. El premio Federico García Lorca, por ejemplo, ha acercado a los y las lectoras a poetas como Fina García Marruz, Rafael Cadenas, Ida Vitale o Darío Jaramillo Agudelo.
-Por último, ¿qué les diría a los lectores para que se aproximen a las páginas de Tribuna para el desconcierto?
Que aproximarse a la poesía por puro placer y no por la obligación que imponen los estudios siempre es un acto de magia. Nada es casual. Cuando un libro tiene que tocar alguna cuerda de la guitarra del alma humana, seguramente ese libro aparecerá como por hechizo. Yo invito a las y los lectores a pasar por la Librería de Mujeres y preguntarle a Izaskun Legarza Negrín, nuestra librera sideral, si queda algún ejemplar de este libro que nació en 2017 gracias a la Nueva Asociación Canaria para la Edición (NACE) y que contiene en sus páginas poemas sobre lo que queda después de un intenso deseo de olvidar, poemas algunos que nacieron de la reconciliación, el perdón y la búsqueda de sanación después de grandes tormentas. Tribuna para el Desconcierto es, por tanto, un libro que deja constancia de algunas contemplaciones que forjaron en mí una huella indeleble; hay en él varios tiempos y voces que buscan verdades sobre la cuerda floja de la existencia: «Solo dos pisadas atajan / la verdad nunca revelada / y en instante intacto de sopor / sobre la soga que arde / la saltimbanqui / procura un paso a brazos extendidos».
Pertenezco al grupo de quienes, a muy temprana edad, comenzamos a hacernos preguntas sobre el significado de la palabra nacer: ¿por qué nací?; ¿hacia dónde me dirijo o me dirigen? (siempre intuí que hilos invisibles nos conducen como meros títeres hacia no sabemos dónde); ¿qué nos espera después de la muerte? –si es que algo nos espera–. En ese estado de inquietud he vivido, tratando de despertar cada día con un propósito más allá de acudir al trabajo y cumplir con los roles que el mundo alrededor espera de mí. En este orden de ideas solo puedo decir que el sistema que profeso –si ha de llamarse sistema– es el de la búsqueda incansable de respuestas a preguntas imposibles. Es por eso que la poesía es el refugio que me ampara, la tribuna sobre la que coloco mi observación para tratar de explicarme a mí misma, como ser mortal y diminuto ante la inmensidad del universo. La poesía me ayuda a ordenar todo aquello ante lo que enmudezco; ella da sentido a la mayor parte de lo que observo y siento.
De «mi tiempo en tierra» solo quedará la insistencia de darle vueltas a las palabras, colocarlas y recolocarlas para gestar algún significado –¿inútil, quizás?– que dé sentido a la vida que aún late en mí. Solo queda, entonces, esperar, aguardar a que el poema comience a alcanzar los sentidos en un cuerpo al que le pido a gritos que olvide, que se alivie de heridas, que ya no pruebe rabias ni placeres. Armando Rojas Guardia, poeta a quien sostengo en la copa de mis más preciadas lecturas, escribe: «Espero al poema adviniéndome, / pulsándome desde el vacío mental, / demorándose bajo la red de mis nervios / inmóviles como la página blanca / que me arde en los labios». Así espero el poema: único puente que me conduce desde la duda perenne al alivio de mis días.
-Tomando como base ese desconcierto despojado de florituras (y que le lleva a optar «terca / por la persistencia del vuelo»), decide darle la espalda a la barbarie económica que nos sacude y entregarse al encuentro con la Naturaleza, al paisaje que se explica a sí mismo, buscando una especie de alétheia desde un elegante impulso emocional, al modo que lo hicieron gente como Emerson, Thoreau, Whitman e incluso Heidegger. ¿Qué tiene que decir al respecto?
La humanidad en general permanece dormida, asaltada por las exigencias de la cotidianidad. ¿En qué momento del día nos detenemos a pensar que el sol está allí, cumpliendo con su labor de luz y calor? ¿Cuántas veces respiramos frente a la playa y tratamos de entrar en comunión con esa parte nuestra que pertenece a la totalidad del universo? Emerson consideraba que la naturaleza poseía los secretos del espíritu. Creía, además, en la necesidad de entrar en contacto directo con ella y aproximarnos así a la totalidad de la que somos parte. Desafortunadamente, entendemos el mundo en fragmentos y no como esa unidad que nos hace parte de todo lo que existe.
Nací en una ciudad agitada por las dificultades, no conozco un tiempo que no haya estado marcado por los conflictos políticos, las crisis económicas y las amenazas de guerra. Si colocamos nuestra mirada en estos asuntos, nuestro tiempo se diluye en la violenta vorágine que nos conduce al miedo, a la enfermedad y a la locura. ¿Qué hacer, entonces? El filósofo venezolano J. R. Guillént Pérez fue mi profesor cuando apenas contaba con la perplejidad de mis dieciocho años. De él aprendí que a la razón hay que darle el uso limitado que posee. La razón nos sirve para aprobar exámenes, cumplir con las exigencias de nuestros trabajos, conseguir los recursos para la inmediatez de nuestras necesidades. Pero existe esa otra forma de abordar la vida: sentirnos parte integral de todo aquello que late en la naturaleza. ¿Cómo? Pues en el silencio que nos brinda la meditación o en la observación del sonido que emana del mar, del viento, de esas fuerzas naturales incontrolables ante las cuales tantas veces hemos de sucumbir.
En general considero que acercarnos al ritmo de la naturaleza puede contribuir a aproximarnos a esa verdad que nos empeñamos en encontrar en un mundo donde lo falso prevalece. La luz no miente, solo se manifiesta. Nosotros hemos aprendido a mentir porque se nos miente. Me inclino por buscar una trascendencia que me aleje de los miedos a la escasez o a las pérdidas materiales. Pero entiendo que el día a día nos envuelve con su ilusionismo sistémico. Procuro buscar vías para una evolución personal que nos alivie de las sectas políticas y religiosas. Un mirar personal y único, que se vaya construyendo a partir de nuestro modo de estar en el mundo, nutriéndonos de las verdades que podamos identificar como positivas para la continuidad de nuestro paso por la Tierra. Vivir como el poeta Eleazar León nos sugiere en su poema Naufragio en las Colinas: «Contempla el ascenso de las colinas / y entrégate a esa fuerza…»; «Más allá / de tu mar y tu sueño nada habrá que no sea / precioso, así naufragues».
-Esa toma de contacto con la coherencia que le brinda el paisaje, y que elabora mediante un sensitivo lenguaje poético, sirve de nexo, a su vez, para el reencuentro de su yo interior, un yo genuinamente desarraigado (tal y como describe en el poema “Ninguna morada me acoge”) y que, a lo largo de esta primera parte, irá experimentando diferentes transformaciones –o formas de desconcierto– que le permiten acariciar la reconciliación. ¿Le costó adentrarse en ese viaje emocional?
El viaje emocional está lleno de escollos. Pasamos el tiempo tratando de encontrar eso que creemos necesitar. Y puede que la vida, indefectiblemente, y con total indiferencia, nos vaya negando casi todo eso que creemos requerir para ser felices y estar en paz. A veces, migramos huyendo de lo que duele para avanzar, sin saberlo, hacia aquello que duele más. El exilio continúa dentro y fuera del ser. Y entonces reconocemos que la única morada posible está dentro de nosotros mismos, en ese silencio que podría conducirnos a un estado de paz. Este viaje hacia la simple aceptación de lo que se es, puede llevarnos toda una vida. Nos movemos de un lado a otro buscando arribar a algún lugar que sea el paraíso prometido del que tarde o temprano nos sentiremos expulsados. Como hija de inmigrantes, el exilio parece ser mi sino. Y quien deja su espacio y viaja hacia lo desconocido, solo se acompaña de soledad. Así vivimos, buscando la identidad perdida, caminando por «laberintos conducentes / a ningún amor / ninguna verdad».
-En la segunda sección del libro, «El aplauso de las piedras», se agudiza la sensibilidad, lo que le lleva a incrementar la búsqueda de la alétheia. Aquí el elemento trascendente empieza a cobrar fuerza como una respuesta sólida a las dudas que han ido surgiendo por el camino. Asimismo, la playa se revela como el templo propicio para una posible experiencia espiritual, como el espacio puro no contaminado por las imposiciones del mercado, lo que le permite a la feminidad robustecerse y alcanzar su compromiso ético...
No hay compromiso ni libertad posible. Todo cambia, todo se transforma y lo que hoy nos hace sentirnos comprometidas con una forma de pensamiento o comportamiento, mañana podría parecer simplemente imposible. Pero es cierto que buscamos la «posible experiencia espiritual» que mencionas para reafirmar nuestro lugar en el universo. El poder de lo femenino ha estado casi siempre amenazado, reprimido, amordazado. Las piedras, entonces, se introducen en el poema para dar fe de la posibilidad de moverse sin oponer resistencia, sin orden y sin órdenes. Tratamos de escuchar sus mensajes, imaginamos un discurso, un consejo, y es así como les ponemos voz, las contemplamos en el esplendor de sus diversos colores, les adjudicamos una vida que las acerque a nuestro propósito de encontrar nuestra propia verdad. Las miramos desprenderse de la tierra que les da cobijo y rodar inmensas y terribles desde las montañas. Eso les añade poderes, poderes que quisiéramos poseer o que creemos recordar de alguna vida remota en la que ser mujer era ser diosa.
-La última sección, «Casa de piedra», es un diálogo que mantiene con la obra del excéntrico pintor venezolano Armando Reverón (1889-1954). Su figura le sirve para situar el foco sobre la locura, imagen que se encontraba presente de forma significativa en la primera parte del libro, donde ya nos advirtió: «¿Qué visionario no pierde la razón / antes o después de su certero mirar?» Quisiera que nos explicase qué le atrajo de la relación entre la locura y el creador y, más concretamente, de la personalidad del citado Reverón.
La posibilidad de enloquecer es algo que puede llegar a atormentarnos. Desde mis años adolescentes me obsesionaba la idea de perder el hilo que nos ata tan frágilmente a la realidad. Algunos acontecimientos arraigaron en mí esa obsesión. El suicidio, a los veinte años, de mi prima Opelia (cuyo nombre, por pura casualidad, nos remite a la Ophelia de Hamlet), la pérdida de la razón de algunos amigos que abusaron de los estupefacientes, la constante evocación en la vida familiar de aquella tía abuela que enloqueció en su juventud... Más adelante, a través de la lectura de Antonine Artaud o Sylvia Plath, comencé a pensar en la locura como el resultado de mentes potentes incapaces de adaptarse al mundo tal y como lo conocemos. En mi propia vida surgieron episodios de miedo delirante que generaron ataques de pánico difíciles de soportar sin los ansiolíticos. Debo decir que a día de hoy la mayoría de los síntomas que tanto me atormentaban han desaparecido. He encontrado esa paz que mi psicoanalista me vaticinó hace ya años: «La paz tarda, Rosa, pero llega». Y tenía razón el Dr. Batista: algo muy parecido a la paz me acompaña; al menos dispongo de herramientas que me permiten, de manera natural, ahuyentar los miedos.
Es cierto que la locura puede estar asociada a la genialidad, o la genialidad a la locura, quizás porque solo la locura hace que el genio escape, sin remordimiento alguno, de lo que convencionalmente se espera de él o ella y se disponga así a explorar universos invisibles para el ser humano común y corriente. Armando Reverón es un ejemplo de genialidad que se diluyó en la locura. En los años noventa, yo vivía muy cerca de su Castillete, aquel lugar que Reverón había construido como templo para su arte y su delirio. Conocido como el pintor de la luz, Reverón se refugió en el mundo que fue construyendo para sí mismo en el litoral. Encontró su camino precisamente en la luz que supo filtrar en sus lienzos. Recuerdo que algunos domingos me acercaba al Castillete y me imaginaba al pintor bailando su delirio frente al caballete. Sus cuadros y sus muñecas sirvieron de inspiración para los poemas que se reúnen en la tercera parte de Tribuna para el Desconcierto. «Casa de piedra» quiere contar la pasión que agitaba los días del pintor en la casa que había construido. Por supuesto, no he sido la única que ha sentido el llamado del pintor, una verdadera iluminación para quienes hemos seguido la pista de su innegable talento y de su increíble historia: sin ir más lejos recuerdo el libro Reverón, 25 poemas (1997), del poeta Rafael Arráiz Lucca, así como la película biográfica Reverón (2011), del cineasta Diego Rísquez.
-De la visión simbólica propia del loco creador, usted subraya el papel decisivo del silencio: «Las mujeres cuando sueñan / heredan el silencio»; «Su intención fue silencio / mesura / cordura propicia»; «Cuánto silencio se ve / después del horizonte». Y alrededor de ese silencio, aparece, de nuevo, la costa, con su luz y su oleaje indómito, afianzándose, así, como el escenario propicio para la revelación...
Vivir frente al mar es una experiencia de silencio. Y tuve la suerte de estar allí cada mañana, presenciando desde mi ventana un pedacito del mar Caribe. Aquel era mi refugio cada tarde al regresar de mi trabajo en la ciudad de Caracas, mi ciudad natal. Ciudad del ruido. Las bocinas de los coches. El estruendo de las balas. Los gritos de la gente. La música estridente. Llegar allí, a la que fue mi casa, era un encuentro con la tranquilidad y el sosiego. Y sí, efectivamente, ese silencio también lo sentía en mis visitas al Castillete. Allí, réplicas de las inmensas muñecas de trapo creadas por Reverón me hacían imaginar el diálogo del pintor con esas mujeres de labios rubí, mientras las olas sonaban tan cerca y la luz penetraba purísima desde la playa hasta sus lienzos.
-No quisiera dejar pasar por alto su condición de autora venezolana residente en España para preguntarle cómo percibe la relación de la poesía española escrita a ambos lados del Atlántico. En opinión de Andrés Sánchez Robayna, «las aportaciones más renovadoras al cuerpo de la poesía hispánica de la segunda mitad del siglo XX [han] venido casi siempre de Hispanoamérica». Sin embargo, añadía Sánchez Robayna que «la poesía contemporánea de lengua española se desconoce a sí misma y sólo tiene de su realidad una imagen muy pobre y limitada». Esto lo escribió en 2003. ¿Piensa que hoy en día nos hemos aproximado a la «unidad literaria hispánica» que reclamaba Alejandro Krawietz o que, pese al auge de las nuevas tecnologías, seguimos anclados en los chovinismos, los patrioterismos y los nacionalismos que persisten machaconamente en los empobrecimientos y las limitaciones que señaló Sánchez Robayna?
Fue precisamente en la segunda mitad del siglo XX cuando, por una gran suerte del destino, conocí de cerca a varios de los y las poetas de Venezuela, cuyos versos, en aquel tiempo, ardían en originalidad y belleza. El rumor de la bohemia de los bares parisinos de la primera mitad del siglo nos impregnaba con su aroma. La gente se reunía a hablar de poesía. Se leían los textos inéditos en voz alta. Aquellos poetas conocían la tradición literaria hispánica, pero saltaban sobre ella como duendes del delirio. Allí vibraban, entre otros, Vicente Gerbasi, Eugenio Montejo, Ludovico Silva y Eleazar León. En la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela se hablaba de Shakespeare y mujeres increíbles como Yolanda Pantin, Hanni Ossott o María Fernanda Palacios dictaban sus cátedras y desprendían ese halo de misterio y fuerza. Creo que sí había una identidad literaria en la época. Cada poeta con su voz singular: Rafael Cadenas, Ramón Querales, Ramón Palomares, Elizabeth Schön, Ida Gramcko. Y más tarde poetas increíbles como Lourdes Sifontes Greco que encandilaba con su juventud y voz absolutamente original. Con respecto al poema-manifiesto que funciona como instrumento de queja o denuncia, pienso que siempre ha existido ese fervor de usar la palabra para el reclamo y la reivindicación, olvidando que la poesía que se sostiene en el tiempo, la que nos mantiene alerta y temblando, es aquella que usa el lenguaje para encontrar belleza en todos los ámbitos, incluida la oscuridad, la pobreza, la injusticia, la guerra, el dolor.
No creo que deba existir una unificación de la poesía hispánica. Cada poeta es un mundo. Lo importante es que se conozca lo que ocurre a nivel literario en cada lugar donde el idioma español existe y se transforma. Y que se conozca y valore la buena poesía escrita en nuestro idioma venga de donde venga. En los últimos años hemos observado cómo poetas latinoamericanos han alcanzado merecido reconocimiento y difusión a través de premios literarios gestados en España. El premio Federico García Lorca, por ejemplo, ha acercado a los y las lectoras a poetas como Fina García Marruz, Rafael Cadenas, Ida Vitale o Darío Jaramillo Agudelo.
-Por último, ¿qué les diría a los lectores para que se aproximen a las páginas de Tribuna para el desconcierto?
Que aproximarse a la poesía por puro placer y no por la obligación que imponen los estudios siempre es un acto de magia. Nada es casual. Cuando un libro tiene que tocar alguna cuerda de la guitarra del alma humana, seguramente ese libro aparecerá como por hechizo. Yo invito a las y los lectores a pasar por la Librería de Mujeres y preguntarle a Izaskun Legarza Negrín, nuestra librera sideral, si queda algún ejemplar de este libro que nació en 2017 gracias a la Nueva Asociación Canaria para la Edición (NACE) y que contiene en sus páginas poemas sobre lo que queda después de un intenso deseo de olvidar, poemas algunos que nacieron de la reconciliación, el perdón y la búsqueda de sanación después de grandes tormentas. Tribuna para el Desconcierto es, por tanto, un libro que deja constancia de algunas contemplaciones que forjaron en mí una huella indeleble; hay en él varios tiempos y voces que buscan verdades sobre la cuerda floja de la existencia: «Solo dos pisadas atajan / la verdad nunca revelada / y en instante intacto de sopor / sobre la soga que arde / la saltimbanqui / procura un paso a brazos extendidos».
Por Benito Romero
La poeta Rosa María Ramos Chinea siempre nos ilumina con sus poemas y sus comentarios. En este caso hay que reconocer que el entrevistador; Benito Romero, ha brillado por la profunda lectura que hizo del libro de la poeta.
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