El que esté dispuesto a replantearse el tópico de que en Rusia siempre hace frío deberá saber que, en ruso, la palabra verano, leto (léase ‘lieta’), sirve también para contar los años. En otras palabras, que si digo que hace muchos años que no nos vemos, también estaré diciendo que hace de eso muchos veranos.
Durante años, cada vez que llega el verano, distribuyo entre mis alumnos una lista de libros imprescindibles pensando en que aprovechen estos meses para adoptar un libro ruso, aunque no sea en su versión original. Empecé a hacerlo en respuesta a algunos de ellos que se acercaban haciéndome una pregunta imposible de contestar: «¿qué libro ruso me recomiendas leer en verano?». La lista la hice para animar a esa minoría de entusiastas y porque en Rusia esto es toda una tradición: desde los seis hasta los dieciocho años, todo escolar recibe en el mes de junio una larga lista de lecturas obligatorias para que vayan adelantando el trabajo de lectura del curso. Pero quizás aquel pobre inventario mío, parecido a los diez libros rusos que tienes que leer este verano no sea una herramienta tan motivadora. Al fin y al cabo, cualquiera puede encontrar una lista de este tipo en décimas de segundo en un motor de búsqueda de Internet. Llegar a los libros, todos lo sabemos, es otra cosa. Cada año me proponía también prepararles adelantos y seducirles con fragmentos de esta literatura. Este año, empujada un poco por un bibliotecario de la ULL, me he sentado a alargar y comentar esta lista. Que me perdonen los grandes lectores y los rusófilos, pues no les diré nada que no sepan.
El verano es una promesa de horas de lectura ininterrumpida, precisamente las que se necesitan para sumergirse en libros anchos y profundos. Si dispones de tiempo y no sabes por dónde empezar, hay pocas dudas: deberías empezar por los rusos. En concreto, ir a la biblioteca más cercana y buscar allí a una dama a de San Petersburgo que llega a Moscú en tren a visitar a su hermano Stepán Oblonski, que ha sido pillado en falta por su mujer. La dama se llama Anna Karénina. La novela que cuenta la historia de amor de Anna Arkádievna Karénina (de soltera, claro está, Oblónskaia) es, seguramente, la mejor puerta de entrada a la obra de uno de los mayores genios de todos los tiempos, Liev Nikoláievich Tolstói. No es casualidad que se haya llevado tantas veces al cine, pero tampoco es ningún secreto que la historia de amor adúltero entre una dama de la sociedad peterburguesa y un joven oficial es, para otro genio del siglo XX, Vládímir Nabókov, «una de las más grandes historias de amor de la literatura mundial». Las ediciones más antiguas de esta novela, como pasa con cualquier clásico ruso, suelen ser traducciones al español desde el francés. Para leer el clásico de Tolstói tenemos la suerte de poder elegir entre las muchísimas ediciones que hay. La más recomendable, la de Alba Editorial en la traducción de Víctor Gallego. Al abrirla (si no la tienen en la biblioteca, que sepas que en la edición de bolsillo esta versión cuesta 15 euros. Que no te desanime la de tapa dura: cuesta 44), podrás leer aquello de «todas las familias felices se parecen; las desdichadas lo son cada una a su modo.»
Pero también puede pasar que a uno le aburran las historias de amor, o sienta predilección por aventuras de otra clase. En ese caso, tampoco hay duda: hay que seguir con Tolstói y hacerse con Guerra y Paz. Quién no querrá enamorarse del afable príncipe Bezújov, admirar la belleza de las damas en los salones de San Petersburgo, perderse en la narración de las batallas, enterarse de cómo se veía a Napoleón en tierras rusas. Decía al respecto Nabókov, y seguimos en su Curso de literatura rusa, que «no es de extrañar, pues, que a la hora del té los rusos de cierta edad hablen de los personajes de Tolstói como si se tratara de personas que realmente hubieran existido, personas a quienes se puede comparar con los amigos, personas a las que ven con tanta vividez como si hubieran estado bailando con Kitty y Ana o Natasha en tal o cual baile, o cenando con Oblonski en su restaurante favorito [...]». Es necesario rebuscar —y mucho— entre las innumerables versiones que existen en castellano y elegir la traducción de Lydia Kúper. En este caso, la versión es mérito del empeño personal del editor Mario Muchnik (la historia es conocida y la explica él mismo al final del volumen, en el artículo titulado «Editar Guerra y Paz»).
Entre los imprescindibles, claro está, está Fiódor Dostoievski. Pasando un poco de largo de Crimen y Castigo, que nunca ha sido santo de mi devoción, permítanme que les haga otra recomendación para el verano: la novela El idiota. El príncipe Myshkin (léase la ‘y’ como si al mismo tiempo se levantara una mesa) es uno de los personajes más encantadores de la literatura rusa del XIX. Los rusos suelen decir que Crimen y Castigo es la obra de Dostoievski que mejor entienden los extranjeros, pero que El idiota es una novela más cercana al alma rusa. Cuenta la historia de un noble que vuelve a su país después de haberse pasado la primera juventud en el extranjero. Está aquejado, como se decía en la época, de una «enfermedad de los nervios». Dostoievski pone sobre la mesa un problema moral que probablemente no ha perdido nada de vigencia: cuando una persona es buena, ¿puede y sabe hacer el bien?
Cubierta de la edición de Nevsky |
Otro de los libros del siglo XX más populares en Rusia es El maestro y Margarita, de Mijaíl Bulgákov. Hace poco escuché en la radio rusa que era la novela preferida entre los jóvenes. En español hay una nueva traducción a cargo de Marta Rebón (Nevsky, 2014). El Maestro y Margarita cuenta los desaguisados que el diablo y su séquito montan en el Moscú de los años del estalinismo, pero al mismo tiempo, en otras dos líneas paralelas, reescribe el encuentro de Jesús con Poncio Pilatos y el amor verdadero de una dama, Margarita, por un escritor caído en desgracia e ingresado en un manicomio. La novela se puede leer como una crítica del sistema totalitario, pero lo cierto es que este célebre manuscrito va cobrando vigencia conforme se va confirmando la deriva de los sistemas morales, tanto en Rusia como fuera de ella. La historia de la edición póstuma de la novela y del título alternativo que le sirve de subtítulo, Los manuscritos no arden, contribuye, sin duda, a la leyenda, como explicaron en su momento los editores en español (y puede leerse en este artículo).
Después del verano tendremos un nuevo premio Nobel. Pero de momento, la premio Nobel vigente (ya sé que con los premios no pasa lo mismo que con la reina del Carnaval y con las copas de fútbol) se expresa en ruso y es la bielorrusa Svetlana Alexiévich. Se podría argumentar que los libros de esta ahora célebre periodista son más recomendables para el otoño, ya que no propone ficciones, sino realidades. Y no ofrece finales amables, sino disecciones dolorosas del alma humana. Svetlana es la sexta escritora en lengua rusa que es laureada con el premio Nobel, y —conviene subrayarlo— la primera mujer de esa nómina donde figuran Solzhenitsin, Shólojov, Pasternak, Bunin y Brodsky. Al haber recopilado durante décadas los testimonios de los personas que nacieron y crecieron en un país que ya no existe, Alexiévich nos ofrece un mosaico magistral. Su técnica tiene una aparente sencillez, pues consiste en seleccionar fragmentos muy pequeños de historias de vida para dar voz a los protagonistas olvidados de la Historia, en la mejor tradición de la novela rusa del XIX y su empeño en retratar al hombre de la calle, ese que no aparece en los libros de texto. Sentada en la cocina de sus entrevistados, tomando té y confitura casera (como explica con encanto en El fin del homo sovieticus), les oye reír y desgranar historias de la guerra, de la paz y de la construcción del socialismo que solo podríamos haber escuchado yendo allí, sentándonos en una de aquellas cocinas para disfrutar de la mítica hospitalidad eslava. De sus cinco libros, en español se pueden conseguir ya cuatro de ellos: Voces de Chernóbil (con el espeluznante subtítulo de «Crónica del futuro», en traducción de Ricardo San Vicente), El fin del homo sovieticus (traducción de Jorge Ferrer), La guerra no tiene rostro de mujer (no se lo pierdan: relatos de mujeres que participaron en la Segunda Guerra Mundial), y Los muchachos de Zinc, sobre la participación soviética en la guerra de Afganistán (traducción de Yulia Dobrovólskaya).
Pero volvamos al verano y a sus largos días recomendando alguna lectura intensa y afrutada, como hemos prometido. Esta vez se trata de relatos: cortos y a veces dulces, a veces más ácidos, como las cerezas o las fresas silvestres que nos podrían servir nuestros anfitriones en una dacha. Si eres lector de relatos, conviene que pruebes la prosa mordaz de Serguéi Dovlátov (1941-1990). Exiliado de la URSS en 1979, Dovlátov pudo publicar sus relatos en la revista New Yorker en los años ochenta. Irónico, el asunto de sus relatos es siempre el mismo: la autobiografía ficcionada mezclada con la caricatura de lugares y personas. La idea de fondo, también la misma: nuestro mundo es absurdo. Editados en español se pueden encontrar los volúmenes La maleta (en RBA), La extranjera, La zona y El compromiso (editorial Ikusager), y Los nuestros (Altera), aunque su estilo coloquial invita a acercarse al original ruso. En el prólogo de La extranjera me encuentro con esta cita de los Cuadernos de notas de Dovlátov: «Puede uno postrarse ante la inteligencia de Tolstói. Sentirse admirado por la elegancia de Pushkin. Valorar las búsquedas morales de Dostoievski. El humor de Gógol. Y así sucesivamente. Y no obstante, al único al que quisiera parecerme es a Chéjov».
Al traer esta cita al comienzo de su prólogo a La extranjera, Ricardo San Vicente nos obliga a volver a principios de siglo XX y quitarnos el sombrero delante de Antón Pávlovich. Más conocido seguramente por sus obras dramáticas, Chéjov es uno de los escritores más humanos de la literatura rusa. Hijo de un comerciante arruinado de provincias, médico de profesión igual que Bulgákov, durante mucho tiempo no se decidió a dedicarse por completo a la literatura. Se hizo célebre con los relatos que enviaba a los periódicos, muchos de los cuales aparecen cuando se hace inventario de los mejores cuentos de todos los tiempos. Los personajes ya inmortales de «La dama del perrito» o «El hombre enfundado» muestran, en su más lacónica expresión, unos tipos humanos vistos con infinita delicadeza y maestría. En «La grosella» nos dice el personaje de Iván Iványch: «Los hombres que vemos son aquellos que van al mercado a hacer la compra, los que de día comen, de noche duermen; vemos a los que van por ahí diciendo tonterías, se casan, envejecen y llevan apacibles al cementerio a sus difuntos; pero no vemos ni oímos a los que sufren. Todo lo que de pavoroso tiene la vida ocurre no se sabe muy bien dónde, como quien dice tras bastidores.» (Los mejores cuentos, pág. 263). En el volumen Los mejores cuentos que nos ofrece la editorial Alianza, el profesor Ricardo San Vicente no solo selecciona y traduce los cuentos, sino que también aporta un inspirado prólogo que puede animar a muchos a salirse de este volumen y seguir tirando del hilo de Chéjov.
Por fin, de postre ya, para acompañar la tarta de miel, volvemos al siglo XXI con Anna Starobínets. Esta escritora y periodista nacida en 1978 ha sido comparada con Stephen King o Neil Galman, pero ya se sabe que comparar no es más que una estrategia de ventas. Si les gusta la ficción fantástica, o incluso si no es su género favorito, olvídense de cualquier comparación y léanla. Se puede empezar con el libro de relatos Una edad difícil (Nevsky, 2005, traducción de Raquel Marqués) o por su último libro, Refugio 3/9, editado también por Nevsky con traducción de Marta Sánchez-Nieves.
Ahora sí, no sigo poniendo libros sobre la mesa. Ya puede el amable lector (y si ha llegado hasta aquí, es que es de verdad muy amable) servirse un té con confitura casera (atreverse a ponerla dentro, a la manera rusa), tumbarse en un lugar ameno, lejos de todo dispositivo que emita pitidos, y disfrutar con el menú elegido. Que pasen un verano intenso, porque ya saben: este no se va a repetir.
Maila Lema.
No hay comentarios:
Publicar un comentario